Dios quiere que se ocupe de la iglesia

La iglesia es el cuerpo de Cristo cuya cabeza es Jesús mismo. Los creyentes somos miembros o partes de ese cuerpo. El apóstol Pablo desarrolla esta idea en 1 Corintios, capítulo 12. Nos demuestra qué importante es cada una de las partes con relación al todo, como cada parte o miembro siente solicitud por los demás, y cómo juntos todos los miembros sufren o están contentos.

Otro cuadro o representación de la iglesia es la familia. Los miembros de una familia se necesitan mutuamente, se cuidan los unos a los otros, y pueden hacer frente recíprocamente a sus necesidades. Juntos trabajan y juegan, lloran y se regocijan. Comparten alimentos, camas, dinero, problemas, hasta la enfermedad. A veces, desgraciadamente, se pelean entre sí, aunque allá en la profundidad del corazón, se aman mutuamente. Con más frecuencia están unidos por el amor, listos para defenderse el uno al otro contra cualquier oposición.

La ley del amor tiene gran importancia en la familia de Dios. En esta lección observemos cómo la ley del amor se pone en práctica en la iglesia mediante los principios del servicio y la mayordomía.

La unidad en la familia de Dios

Antes de entregar su vida para ser crucificado, el Señor Jesús oró por aquellos que creerían en Él y formarían parte de su iglesia. Su oración fue sencilla, pero profunda: “…que todos sean uno…” (Juan 17:20–21).

La unidad es de vital importancia en el desarrollo espiritual y físico. A veces existe desunión, por así decirlo, en el cuerpo de una persona. Por ejemplo, un grupo de células rechaza el control del resto del cuerpo; crecen con rapidez y terminan dando muerte a la persona. En la iglesia, la desunión puede también matar.

Esto es lo que preocupa al apóstol Pablo con respecto a la iglesia en Corinto. Los corintios no reconocían la unidad del cuerpo de Cristo, y corrían peligro de destruirlo. Lo que necesitaban era el amor para sanar sus desavenencias (1 Corintios 13).

La Epístola de Santiago trata de otro problema de desunión: el prejuicio. Santiago se sentía perturbado al ver que los creyentes eran tratados en forma distinta según su apariencia (Santiago 2:9). Juzgó que esta parcialidad era mala y necia. Estaba contra la ley de amor.

Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis; pero si hacéis acepción de personas, cometéis pecado, y quedáis convictos por la ley como transgresores. (Santiago 2:8–9)

El creyente no debe nunca establecer distinciones basadas en las riquezas, la educación, la raza u otro factor. Indudablemente, todos los principios mundanos son rechazados en la familia de Dios. El apóstol Pablo dijo que el hombre que se creía “sabio en este siglo”, debe hacerse ignorante “para que llegue a ser sabio” (1 Corintios 3:18). El Señor Jesús les dijo a sus discípulos que reñían: “El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 20:26). Dijo también: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39).

Puesto que ingresamos en la familia de Dios por la gracia, no hay lugar para la jactancia (Efesios 2:9). También se produce tristeza cuando un niño desea todo para sí mismo y no quiere compartir nada con los demás, ni cooperar en el trabajo. El padre no desea tampoco hijos egoístas o perezosos.
La jactancia, el egoísmo y la pereza son principios mundanos. En la iglesia, los principios del servicio humilde y de la mayordomía amorosa deben ponerse en práctica, a fin de que haya unidad.

Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. (Filipenses 2:1–4)

El servicio en la familia de Dios

Como integrantes del cuerpo de Cristo, se nos han impartido instrucciones para vivir, trabajar y adorar en armonía. Puesto que aún no somos perfectos, surgen a veces problemas en la iglesia. La desunión aparece con mucha facilidad. Las Sagradas Escrituras no procuran ocultar las dificultades que tiene la gente para abandonar los patrones de conducta mundanos.

Con frecuencia, se insta a los creyentes a amarse los unos a los otros, no en teoría sino en la práctica:

El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. (Romanos 12:9–10)

El respeto es una forma de demostrar amor. Con mucha frecuencia, los jóvenes que han ido a la escuela más que los mayores, no respetan a los creyentes de mayor edad. Este proceder no es solamente un error, sino una necedad (lea 1 Timoteo 5:1). Por otra parte, Pablo animó a Timoteo a que
esperara el respeto de los más ancianos, aunque él era joven (1 Timoteo 4:12). El respeto es una actitud. El amor debe expresarse mediante las acciones: haciendo el bien a nuestros hermanos creyentes.

No nos cansemos, pues, de hacer bien,…así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe. (Gálatas 6:9–10)

¿Cómo podemos hacer el bien? En primer lugar, debemos procurar el bien de nuestros hermanos, y no simplemente el nuestro (1 Corintios 10:24). Esto es particularmente necesario cuando son creyentes nuevos o débiles. Debemos evitar hacer algo que afecte o dañe su fe. Más aún, debemos prestarles ayuda, aun cuando nos sea inconveniente o poco atractivo.

Así que los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación. (Romanos 15:1–2)

El apóstol Pablo pasa a decirnos en este pasaje que el trato con nuestro prójimo requiere la paciencia (versículo 5) y la tolerancia (versículo 7) que Cristo demostró en su vida como siervo (versículo 8). A fin de hacer el bien, debemos estar conscientes de las necesidades de la gente.

¿Está enfermo algún miembro de la iglesia, o sin trabajo, o necesitado de alimentos? Es nuestra responsabilidad notarlo y si podemos, prestar ayuda.

Permanezca el amor fraternal. No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles. Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo. (Hebreos 13:1–3)

Aquí, el mandamiento general de amar es seguido aquí por directivas exactas. El creyente debe recordar el practicar la hospitalidad, visitar a los presos, ayudar a los que sufren. El Señor Jesucristo dijo que, en el juicio final, los hombres serían juzgados según hubiesen realizado estas clases de cosas o no.

Muchas personas, ocupadas en actividades de carácter religioso, se olvidan a veces de que la fe debe ser puesta en práctica. Este es el mensaje de Santiago, cuando describe la religión pura: “Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).

Fue una religión de unidad amorosa y compasión práctica, la que caracterizó a los primeros creyentes. Cuando se enteraban de alguna necesidad, procuraban satisfacerla, como lo había hecho Jesús, animados de compasión y cariño. Esta debe ser también la meta para nuestra vida en la familia de Dios.

Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. (Hechos 4:32)

La mayordomía en la familia de Dios

Los primeros creyentes que demostraron su amor y su unidad, compartiendo sus bienes, estaban en realidad prestándose servicios mutuos. Asimismo empleaban sus bienes en una forma que demostraba una mayordomía responsable. El acto de compartir riquezas se halla a través del Nuevo Testamento. Cuando los creyentes de Antioquia supieron que iba a producirse el hambre, “determinaron enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea” (Hechos 11:29). Quizá el apóstol Pablo recordara este incidente cuando le escribió a la iglesia de Roma: “Compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (Romanos 12:13).

La hospitalidad, es tanto un servicio como mayordomía. La hospitalidad ayuda a nuestros semejantes, y constituye el uso sabio y apropiado del hogar que Dios nos permite tener. Recordemos lo que se dijo de la mayordomía en la Lección 5: Todos nuestros bienes son un préstamo que se nos ha hecho, a fin de que los empleemos en forma justa, para el bien de otros y para la gloria de Dios. Esto abarca el dar para la difusión del evangelio, tanto en la esfera local como en el campo misionero. El apóstol Juan tuvo palabras de elogio para su amigo Gayo, por sus ofrendas fieles a favor de los obreros cristianos, especialmente los desconocidos. Juan presentó una buena razón para la prestación de ayuda: “Nosotros, pues, debemos acoger a
tales personas, para que cooperemos con la verdad” (3 Juan 8).

Si sostenemos a aquellos que trabajan en la obra de Dios, participamos en las labores que ellos realizan, estamos involucrados en su ministerio. Además, tal ayuda es como “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Filipenses 4:18).

Asimismo, podemos participar en forma personal en el ministerio de la iglesia. Quizá usted ya consagra su tiempo y sus energías a la difusión del evangelio en su zona y a ayudar a los creyentes en la iglesia. ¡Esto es maravilloso! Dios quiere que hagamos todo lo que podemos en trabajar para Él.

Pero quizá necesita una guía para prestar mejores servicios en la iglesia y ser un mayordomo sabio de los dones que Dios le ha confiado. Este era el caso en la iglesia de Corinto con respecto a los dones espirituales. Estos creyentes tenían entusiasmo, pero carecían de sabiduría. Pensaban que todos
debían demostrar la misma habilidad espiritual o don. Pablo les recordó que formaban el cuerpo de Cristo, y que los cuerpos tienen partes o miembros diferentes para realizar funciones distintas. Les proporcionó una lista de varios dones del Espíritu, y les rogó a los corintios que usaran los dones espirituales inspirados por el amor, y con el fin de ayudar a la iglesia (1 Corintios 14:1,4).

El propósito de todos los dones de Dios es la edificación de la iglesia, es decir, ayudar a los creyentes a ser más semejantes a Jesús (1 Corintios 14:12). Algunos de estos dones son para el uso en los cultos en la iglesia, para adorar a Dios y proclamar su mensaje, y sin embargo, deben siempre edificar
a la iglesia (1 Corintios 14:26). Otros son menos perceptibles, pero no menos necesarios: servicio, enseñanza, repartición, organización, el hacer misericordia (Romanos 12:6–8).

Ahora bien, nosotros los creyentes constituimos parte del cuerpo de Cristo y cada una de esas partes tiene una función diferente (Romanos 12:4–5). “De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada” (Romanos 12:6).

Como mayordomos o administradores de los dones misericordiosos de Dios, tenemos que hacer tres cosas. Primero, debemos examinar nuestra vida, orar a Dios y consultar con creyentes maduros acerca de los dones que podemos tener. Segundo, debemos usar y desarrollar los dones que sabemos que tenemos para la edificación de la iglesia, mientras oramos por otros dones y por el amor (1 Corintios 12:31). Tercero, debemos animar a otros creyentes a hacer lo mismo: de esa manera, los ayudamos a ser también buenos mayordomos, así como Bernabé ayudó a Saulo, que más tarde
fue el apóstol Pablo, a desarrollar el gran don de la enseñanza (Véase Hechos 11:25–26).

Recuerde que es el Señor Jesucristo quien nos otorga dones, ya se trate de habilidades naturales o de los dones del Espíritu. Según nos enseña Efesios 4:7–16, Él otorga dones a fin de preparar a todo el pueblo para servirle mejor y edificar a toda la iglesia. A fin de funcionar con eficacia dentro de la iglesia, y ser buenos administradores de los dones, debemos procurar alcanzar la madurez espiritual bajo la dirección del Señor Jesucristo.

De quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor. (Efesios 4:16)

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