Juan 8
La mujer sorprendida en adulterio
Lea Juan 8:1–11. Jesús estableció una buena regla para cuando se desea criticar y condenar a otros: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Al ver que Jesús no les respondía, los que acusaban a la mujer se avergonzaron y se fueron.
Jesús era el único entre ellos que no había pecado. Él no condenó a la mujer. La salvó y le perdonó sus pecados. Le dijo que se fuera y no pecara más. Jesús hace posible que resistamos la tentación a través de su Palaba y el poder del Espíritu Santo.
Jesús, la luz del mundo
Lea Juan 8:12–20. Jesús después les dijo que Él era la Luz del mundo. Muy a menudo la Biblia se refiere al pecado como a tinieblas. Jesús, como una luz brillante, nos hace ver nuestros pecados y la forma de ser libres de ellos. Él también nos muestra el camino hacia el cielo. No podemos ir al cielo
a menos que nuestros pecados sean perdonados. Ese perdón abre la puerta para que podamos disfrutar de la nueva vida por medio de los principios de la Palabra de Dios.
A donde yo voy, vosotros no podéis venir
Lea Juan 8:21–30. Una vez más Jesús habló a la gente acerca de su muerte diciendo que sería como ir a un lugar donde no podían seguirlo. Él había descendido del cielo y al cielo regresaría. Pero primero el Hijo del Hombre necesitaba ser levantado en una cruz para morir por los pecados del
mundo. Su muerte abriría la puerta a la fe en Él y a una eterna salvación para cada persona en el mundo; en ese momento y en el futro. La muerte de Jesús y su resurrección nos impulsan a creer que Él es nuestro Salvador
Hombres libres y esclavos
Lea Juan 8:31–47. El pecado, no importa de dónde proceda, es una fuerza con consecuencias evidentes. A veces, las consecuencias son de índole moral, financiera, física o relacional (esposa o familia). Durante el ministerio de Jesús, Él le perdonó a la gente sus pecados, dándoles esperanza y
un nuevo mañana. Él quiere hacer lo mismo hoy en día con aquellos que creen en Él y lo reciben como Señor y Salvador. El resultado es que nos liberta del pecado y limpia nuestro corazón, al renovarnos con su presencia. Jesús dijo:
“Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres…Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:31–32, 36).
Jesús y Abraham
Lea Juan 8:48–59. Los que escucharon a Jesús decir estas cosas se sorprendieron. “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (v. 51). La afirmación tenía el propósito de proclamar su deidad y que la libertad espiritual y la salvación se encuentran en Él. La multitud escuchó sus palabras no en el contexto divino sino en el contexto natural. Los resultados fueron que se llenaron de ira y de dudas. Jesús tuvo que hacer afirmaciones de realidades más fuertes (vv. 54–55) procurando que se arrepintieran.
Cuando los judíos hablaron nuevamente de Abraham, Jesús les dijo que Abraham se gozó de que habría de ver el día de Jesús. También Jesús dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (v. 58). Cuando pronunció las palabras “Yo Soy” en tiempo presente, repitió las mismas que Dios expresó en Éxodo 3:14.
Y respondió Dios a Moisés: “Yo soy el que soy.” Y dijo: “Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envió a vosotros.”
Esta declaración ocasionó que algunos líderes se enojaran tanto que trataron de apedrear a Jesús. Pero Él salió del templo sano y salvo porque, de acuerdo con los planes de Dios, no había llegado el tiempo de que muriera. Es cierto que vino a morir por nuestros pecados, pero no antes del tiempo que Dios le tenía destinado.