Provisión para las «necesidades sociales»

“Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.”

Mateo 6:12

Esta es una lección que debe hacernos pensar muy seriamente. ¿Por qué? ¡Porque somos nosotros los que ponemos la condición para el perdón de nuestros pecados! ¿Es posible entonces que no tengamos perdón de Dios si no perdonamos a otros? Sí, si nos basamos en lo que nos enseña el versículo antes citado.

Asimismo podemos preguntarnos: “¿Se puede orar con un espíritu implacable y esperar que Dios conteste? ¿Podemos realmente adorar a Dios y al mismo tiempo odiar a nuestro hermano? ¿Podemos realmente orar por gente que no nos gusta? ¿Podemos adorar al Creador de todos los hombres y luego negarnos a evangelizar a los hombres de otras razas, de otras naciones o de otras comunidades?” Y en este caso, la respuesta es simple y evidentemente: no.

O sea, que no podemos orar ni adorar a Dios si no nos llevamos bien con los demás. Pero como seres sociables que somos, tenemos lo que podríamos llamar ciertas “necesidades sociales” que satisfacer; en otras palabras, necesitamos estar en buenas relaciones con Dios y con los hombres. Y para esto, nada mejor que la oración y la adoración. ¿Cómo puede ser esto? Pues se lo explicaremos en las páginas siguientes.

LAS CONDICIONES PARA OBTENER PERDON

Podemos ver en la enseñanza de Jesús la relación entre el perdón y la oración y la adoración es muy clara. En efecto, Jesús se refirió al perdón, no sólo en la oración que nos enseñó, sino que también lo mencionó especialmente después de esta oración.

Cualquiera puede amar a sus amigos, y la mayoría de la gente hasta puede perdonar a los que ama. Pero el perdón al que Jesús se refirió en Mateo 6:14-15 es el perdón a los que nos han ofendido. El no habló de los “amigos” que nos han ofendido, sino simplemente de los “hombres” que lo han hecho. Los “hombres” incluiría a nuestros enemigos y a los que se niegan a decir: “¡Perdóneme!”

Note asimismo que Jesús no dijo: “Te pedimos perdón por nuestras ofensas, como también les pedimos perdón a los que hemos ofendido.” No; fue al revés. Somos nosotros los que tenemos que perdonar a los que nos han ofendido. Desde luego, tenemos que pedirle perdón a Dios. Y como seguidores de Cristo debemos pedirles perdón también a los que hemos ofendido. Pero el perdón de Dios no se basa en el hecho de que les pidamos perdón a otros, sino en el hecho de que perdonemos a otros aun cuando ellos no nos pidan perdón. Puede ser que esas personas se hayan negado a pedirnos perdón a nosotros, así como se han negado a pedirle perdón a Dios. Pero eso no tiene ninguna importancia con relación a lo que tenemos que hacer. ¡Debemos perdonar si queremos que Dios nos perdone!

Es muy fácil perdonar a quien dice: “Perdóneme”; pero es muy difícil perdonar a alguien que se niega a arrepentirse. En realidad, uno no lo puede hacer por sí solo. El espíritu humano no es un espíritu perdonador. Por eso es que la oración y la adoración son tan importantes en el asunto del perdón. Debemos estar en la debida relación con Dios antes de que lo estemos con los hombres. Por eso decimos que el perdón de los que nos han ofendido ocurre sólo cuando buscamos primeramente el reino de Dios. Es entonces, y solamente entonces, cuando podemos perdonar a los que nos han hecho mal. Esta es una de las cosas que Dios nos ayuda a hacer si lo adoramos de todo corazón.

Esto es extraño, ¿verdad? Usted creía que porque Jesús dijo que debemos perdonar a otros, es eso lo que debemos procurar hacer.

Esto parece ser lo correcto, excepto en una cosa: no estamos procurando el perdón de los que nos han ofendido, sino que Dios nos pide que ¡nosotros los perdonemos a ellos! No estamos procurando el perdón de otros, ¡estamos procurando perdonar a otros! Y es por eso que la última ilustración es incorrecta. Nosotros no podemos perdonar a otros por nosotros mismos, porque ello no es natural ni humano. Para hacerlo se requiere la ayuda de arriba; en otras palabras, se necesita la ayuda de Dios. Volvamos, pues, a nuestra primera ilustración para hallar la solución a este problema. En ella usted puede ver que si busca el reino de Dios y su gloria, El le ayudará a perdonar aun a sus enemigos. ¡Y en consecuencia lo perdonará a usted!

Pedir perdón a Dios

La vida de un creyente comienza con la fe y el perdón de Dios. Porque antes de ser creyente el hombre es pecador. Como pecador, el hombre pide perdón. Y Dios lo perdona, aunque él no haya perdonado a otros. Lo perdona porque cree en Cristo, ¡no porque deja de pecar!

Pero una vez que el pecador cree, ¡ya no es pecador! De ahí en adelante es creyente. ¡Y las palabras de Jesús registradas en Mateo 6:5-15 son para los creyentes! Por tanto, si un creyente busca primeramente el reino de Dios, ¡el le ayudará a perdonar a otros, dándole poder y gracia para hacerlo!

Pedir gracia para perdonar

¿Guarda usted odio en su corazón? ¿Hay personas a quienes se niega a perdonar? ¿Se considera a sí mismo creyente pero no actúa como hijo de Dios? No se engañe. No pase otro día con un corazón amargado y un espíritu implacable. Pídale a Dios que lo haga más semejante a Cristo. Pídale a Dios que le dé un espíritu de perdón; pídale que le dé un espíritu de amor; pídale que le dé un espíritu de paz; pídale que le dé un espíritu de justicia; pídale que le dé un espíritu de gozo; pídale que le dé gracia para perdonar . . . ¡para ser como Cristo!

A esto se refirió Jesús cuando dijo que buscáramos primeramente el reino de Dios. Porque el reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. ¡Permita, pues, que el reino de Dios esté en su corazón y recibirá gracia para perdonar a otros!

LAS CONDICIONES PARA VIVIR EN PAZ

No es fácil vivir en paz con todos los hombres. Y la razón es que cada hombre es diferente de los demás. Las comunidades son diferentes unas de otras. Las naciones son diferentes. Las razas son diferentes. Y también lo son las culturas. El mundo está hecho de muchas clases de hombres: los sabios y los ignorantes, los ricos y los pobres, etcétera. Repetimos: no es fácil vivir en paz con todos los hombres.

Los líderes del mundo luchan constantemente por hallarle solución al problema de la convivencia humana; pero es muy poco lo que progresan. El hombre se levanta contra el hombre, la mujer contra el marido, los hijos contra los padres, las naciones contra las naciones. ¿Dónde está la solución? En Jesús, si le permitimos que nos ayude a llevar nuestra cruz.

Tomar nuestra cruz

Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz” (Mateo 16:24). Nuestra cruz es la abnegación o renuncia a hacer nuestra propia voluntad. La abnegación es algo imposible para el hombre egocéntrico, porque para éste el centro de su vida es su “yo.” Todo lo demás converge hacia él y por lo mismo hace siempre su propia voluntad. Para el hombre egocéntrico llevar su cruz es difícil porque al hacerlo tiene que renunciar a su propia voluntad a fin de vivir en paz con otros. Por eso es que fracasan los esfuerzos de las naciones para hacer las paces. Y por eso es que el mundo está lleno de odio, guerras y violencia.

Consideremos el problema del hombre egocéntrico. Para esto supongamos que él es el único hombre que hay en el mundo. Así no tendrá a nadie que le impida hacer su voluntad, a nadie que discuta con él, a nadie que lo moleste o les diga que no a sus deseos. Es posible, pues, que en tales condiciones este hombre sea egocéntrico y no obstante viva en paz

Pero supongamos ahora que hay un hombre más en el mundo. Esta vez tenemos dos voluntades con las que tratar. Si cada hombre es egocéntrico, sus voluntades pronto estarán en pugna. Para evitarlo es preciso mantenerlos separados. Así pues, pondremos a uno a un lado del mundo y al otro al otro lado, tal como lo ilustra la figura del medio.

Pero ¿qué sucede cuando hay muchos hombres egocéntricos más en la tierra? Estos hombres tendrán que vivir mucho más juntos, por lo que muy pronto sus voluntades y actividades comenzarán a combatirse. Entonces se producirá ciertamente un choque de voluntades y, por consiguiente, habrán problemas.

En un mundo habitado por millones de personas, no hay paz ni descanso. ¿Por qué? Porque este mundo está lleno de hombres egocéntricos, cada uno de los cuales quiere que se haga su voluntad en la tierra y cada uno de los cuales se enoja con todos los que se le oponen.

Examinemos más atentamente la personalidad del hombre egocéntrico. Este se considera el centro de todo lo que ve y de todo lo que conoce. Para el hombre egocéntrico los demás son “buenos” o “malos” según cuál sea la manera en que lo traten. Asimismo los miembros de su familia y de su comunidad son “buenos” o “malos” en la medida que lo respetan y honran como él cree que se lo merece. Así, por ejemplo, el hombre egocéntrico o egoísta piensa que su hermano es “malo” si se casa con la joven que él quiere para sí. Por el contrario, piensa que su padre es “bueno” si le hace un regalo valioso. Los nacionalistas tienen a los habitantes de otras naciones por posibles enemigos y no tan “buenos” como la gente de su nación. Asimismo los racistas estiman que los de su raza son “mejores” que los de otras razas. ¿Por qué piensan así estos hombres? Porque para ellos lo más importante es su nación o su raza; para ellos su nación o su raza es el centro hacia el cual convergen todos sus otros intereses.

Desde luego, cada ser humano tiene su yo, pertenece a una nación y es de alguna raza. Uno nace con estas cosas. Pero cualquiera de ellas puede causar dificultades si llega a constituirse en lo más importante de la vida del hombre. ¿Por qué? Porque — ya lo dijimos — cuando el yo, la nación, la raza u otra cosa parecida se constituye en lo más importante de la vida del hombre, se constituye también en el centro hacia el cual convergen sus otros intereses. Y esto abre la puerta a toda clase de conflictos, ya que la norma que el hombre usa para juzgar a alguien como “bueno” o “malo” depende de lo que es este centro. Por ejemplo, en tiempo de guerra un hombre muy honorable puede ser considerado “malo” por el enemigo ¡por el solo hecho de pertenecer a la nación que está en guerra con éste!

Llevar el Yugo de Cristo

Para vivir en paz tenemos que cumplir una condición, y ella es que descartemos todas estas cosas como centro de nuestros intereses y en cambio hagamos que Cristo y su reino sean el centro (Romanos 8:6). Al hacer a Cristo centro de nuestros intereses, estimamos las cosas como “buenas” o “malas” según la manera en que afectan al reino de Dios.

Según cuál sea el centro de sus intereses, el mundo se puede dividir en dos grandes grupos, a saber: 1) los hijos del reino de Dios cuyo centro es Cristo, y 2) los hijos del diablo, cuyo centro es cualquier otra cosa menos Cristo. Los hijos de Dios viven contentos y felices, porque todos ellos procuran hacer una misma cosa: honrar la voluntad de Dios.

El hombre egocéntrico no puede entender por qué “las cosas de arriba” son tan importantes. No obstante, los hijos de Dios debemos amarlo y tratar de ganarlo para el reino de Dios, sabiendo que Cristo, al morir en la cruz, murió para alivianar la cruz de la abnegación. Esta es una cruz que debemos llevar todos los hombres. Pero el hombre egocéntrico encuentra que la cruz de la abnegación, siendo inevitable, es también insoportable. En efecto, no puede evitar el tener que negarse a si mismo para vivir con otros en este mundo; pero no está dispuesto a renunciar a sus deseos y lo que considera sus “derechos.” Por causa de su renuencia a negarse a si mismo es que se necesitan leyes que lo obliguen a respetar a otros y a ceder a los deseos y derechos de los demás. El hombre egocéntrico o egoísta obedece las leyes; ¡pero al hacerlo se siente desdichado y se enoja!

“Venid a mí,” dijo Cristo; “llevad mi yugo sobre vosotros” (Mateo 11:28-29). Una cruz es algo que uno tiene que llevar por sí solo. Para el pecador la cruz es algo insoportable; pero para Cristo y el creyente es un “yugo.” ¿Por qué? Porque el yugo es siempre una carga compartida. En efecto, cuando usted tiene un yugo sobre sí, a su lado hay siempre otra persona que le está ayudando a llevar la carga. Esa persona es Cristo. Pues bien, Cristo nos dice: “Tráiganme su cruz . . . la llevaremos juntos . . . mi yugo nos atará bajo la carga . . . y hallarán que mi yugo es fácil y que mi carga es ligera.”

Aquí vemos una vez más el valor de la oración y la adoración, pues el “venir a Cristo” es la parte que a nosotros nos corresponde hacer. Cuando vamos a Cristo en oración, se hace fácil la carga de llevarse bien con los demás. Los que pelean con la gente de otras familias, de otras comunidades, de otras naciones o de otras razas, descubren que Cristo tiene la solución a su problema. Porque al hacer a Cristo el centro de nuestros intereses se hace posible vivir en paz con todos los hombres. Al buscar primeramente el reino de Dios, nos abrimos unos a otros la puerta del perdón ¡y por consiguiente recibimos el perdón de Dios!

Pero aunque Cristo es el centro de nuestros intereses, nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra nación y nuestra raza siguen siendo importantes para nosotros. Sólo que Cristo es lo más importante. Todavía amamos a nuestra esposa, a nuestros hijos y a nuestros demás parientes; pero ellos ya no son el centro de nuestros intereses. Cristo sí que lo es. Esto significa que todos los que creen en Cristo son hermanos nuestros, sin importarnos de qué comunidad, nación o raza son. ¡Aleluya!

Concluimos, pues, que la oración y la adoración son importantes. Ellas nos ayudan a hacer que Cristo sea el centro de nuestros intereses. Y cuando Cristo es el centro de nuestros intereses, ¡podemos vivir en paz con todos los hombres!

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