Quién es Jesús 3: Jesús, el Hijo de Dios

Algunas verdades acerca de Dios son más fáciles de comprender que otras. Por ejemplo, fácilmente podemos  comprender que Dios es como un padre. Podemos entender este concepto porque el ser padre o tener un padre es parte de nuestra experiencia normal. Hemos visto que los buenos padres aman a sus hijos y proveen por ellos.

Otros conceptos tocantes a Dios no son tan fáciles de comprender. ¡Esto no debería sorprendernos! Nuestro Dios es el grande, eterno, y majestuoso Creador. Sus pensamientos son superiores a los nuestros. Uno de los aspectos de Dios que es difícil de comprender es el tema de esta lección: Es el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios. Dios es uno, pero sin embargo tiene un Hijo igual a Él en poder, majestad y gloria.

Esta lección explica lo que dice la Biblia acerca de la manera especial en la cual Jesús es el Hijo de Dios. ¡Es una lección muy importante! El creer que Jesús fue buen hombre no es suficiente. Usted tiene que creer que Jesús es Dios mismo, que vino al mundo. A medida que estudia la presente lección,
descubrirá que solo Jesús tiene el poder para librarlo del pecado y la maldad ahora y siempre.

La relación del Hijo con su Padre

El Padre y el Hijo están unidos eternamente

Antes de que Jesús naciera en Belén, Él había estado siempre con Dios su Padre. En la Lección 2, usted leyó la profecía de Miqueas. Allí él señala los orígenes antiguos del Mesías: “y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas 5:2).

La noche anterior a su muerte, Jesús oró: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:5).

En la creación del mundo, Jesús estaba con Dios obrando juntamente con Él. Juan llama a Jesús el Verbo, y empieza su evangelio diciéndonos:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. (Juan 1:1–3)

Hay un misterio que ha tenido confundidos a muchos lectores del Antiguo Testamento. Génesis 1:26 registra a Dios diciendo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” ¿A quién estaba hablando Dios? Lo que Juan dice ayuda a explicar este misterio. Jesús, el Hijo de
Dios, estaba con Dios en el momento de la creación. Y si usted recuerda de la Lección 2, Isaías llama el Mesías “Dios Fuerte” y “Padre Eterno” (Isaías 9:6). Pero hay más.

Según la Biblia, hay un solo Dios verdadero, el Creador. Y sin embargo, para designarlo, el Antiguo Testamento se vale de un nombre que está en plural, Elohim, más de 2.300 veces. Elohim, que se traduce Dios, se utiliza a veces con pronombres y verbos en plural para referirse a la obra de Dios. Así es como está en la descripción de la creación. Hay también ocasiones enque se lo utiliza con un verbo en singular, como si más de una persona estuvieran actuando como una sola. La Biblia se vale de la palabra uno para expresar tanto unidad como número. La unidad divina que llamamos Dios está formada por más de una persona.

En el principio creó Dios [Elohim] los cielos y la tierra…y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas…Entonces dijo Dios [Elohim]: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza. (Génesis 1:1–2, 26)

A medida que en el Antiguo Testamento y en el Nuevo va tomando cuerpo la revelación de Dios al hombre, llegamos a entender que hay tres personas a las cuales se llama Dios: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Nosotros los conocemos como el Dios uno y trino, o la Santísima Trinidad, que significa las tres sagradas personas en una. Son ellas una en propósito, poder y naturaleza. Han actuado siempre juntas en perfecta unión y armonía. Así actuaron durante la creación. Así lo hicieron también mientras Jesús estaba en la tierra. Y así lo seguirán haciendo para siempre. El nombre de Dios se usa para el Padre, el Hijo, y el Espíritu. Para hacer una diferenciación entre ellos, nos referimos al Padre como a Dios, al Hijo por su
nombre terrenal, Jesús, y al hablar del Espíritu, lo llamamos Espíritu Santo.

Jesús habló de su unión con su Padre como uno, o como estando en su Padre y su Padre en Él.

Como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros…así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí. (Juan 17:21–23).

Dios el Padre contestó la oración de Jesús que leímos en Juan 17:5. Después de que Jesús murió por nuestros pecados, Dios lo levantó de los muertos. Cuarenta días después, muchos lo vieron volver al cielo. Más adelante Dios permitió que varias personas pudieran ver a Jesús en su gloria con el Padre. Esteban lo vio.

Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloría de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios. (Hechos 7:55)

Jesús asevera que Dios es su Padre

Jesús sabía que Dios era su Padre, y quiso que otros también lo supieran. Siempre habló de Dios como su Padre (desde que tenía 12 años de edad). En sus oraciones se dirigía a Dios como a su Padre. Jesús decía a la gente que Dios lo había enviado para dar vida eterna a quienes creyeran en Él. Dijo:

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. (Juan 3:16)

Jesús honró a su Padre al hacer lo que Dios le había mandado. Le hizo saber a la gente lo maravilloso que es Dios. Hizo saber a la gente, de igual manera, que sus enseñanzas maravillosas y sus milagros provenían todos de su Padre.

Nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada. (Juan 8:28–29)

Dios asevera que Jesús es su Hijo

Sabemos que Jesús es el Hijo de Dios, porque Dios mismo nos lo ha hecho saber con toda claridad. Dios honra a su Hijo. Jesús dijo:

El Padre que me envió da testimonio de mí…Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios. (Juan 8:18, 54) Dios honró a Jesús y dio testimonio de que Jesús era su Hijo, por medio de: 1) ángeles, 2) el Espíritu Santo, y 3) señales sobrenaturales.

Ángeles. Dios envió a sus mensajeros celestiales, los ángeles, para hacer saber a la gente que Jesús era su Hijo. Fueron ángeles quienes les dijeron a José y a María que el niño que nacería de la virgen sería el Hijo de Dios. Ángeles fueron, asimismo, quienes anunciaron a los pastores, en los campos
de Belén, que el Salvador había nacido. En dos momentos de crisis en la vida de Jesús, vinieron ángeles para confortarlo y reanimarlo. Los ángeles fueron los que hicieron rodar la piedra que cubría la entrada de la tumba de Jesús, y dijeron a sus seguidores que Él había resucitado de los muertos. Y cuando Jesús fue llevado al cielo, aparecieron ángeles a la vista de los muchos que observaban, los cuales les dijeron que justamente así como Jesús había subido al cielo, de la misma manera volvería algún día.

El Espíritu Santo. Dios envió al Espíritu Santo para que honrara a Jesús e hiciera saber a la gente quién es Él. Elisabet, Zacarías, Simeón, María, Ana fueron llenos del Espíritu Santo, quien habló por medio de ellos cuando dijeron que el Niño Jesús era el Mesías. Dios llenó a Juan el Bautista con el
Espíritu Santo, y lo envió en calidad de mensajero especial para presentar a Jesús como el Hijo de Dios y el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El Espíritu Santo descendió como paloma sobre Jesús cuando fue bautizado. El Espíritu ungió a Jesús para su ministerio como el Mesías, el Ungido, lleno de la sabiduría y del poder de Dios.

Señales sobrenaturales. Dios hizo uso de muchas señales para testificar de su Hijo. Una estrella guió a los magos hasta donde se encontraba el Niño Jesús. En tres ocasiones diferentes la gente oyó a Dios hablar desde el cielo para honrar a Jesús.

En dos ocasiones oyeron decir a Dios: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). En otra ocasión, Dios les dio a los discípulos de Jesús una vislumbre de la gloria de su Hijo. Jesús se transformó delante de ellos, y su rostro resplandeció como el sol. Dios habló desde
el cielo de nuevo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:5).

Dios dio testimonio de su Hijo una tercera vez. Esto sucedió cuando Jesús estaba hablando de su muerte. Juan 12:28 registra a Jesús diciendo: “Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.”

Todos los milagros de Jesús durante su vida en la tierra fueron testimonio de Dios de que Jesús era quien declaraba ser, el Hijo de Dios. Cuando Jesús murió, Dios mostró varias señales. La tierra tembló. Las tinieblas oscurecieron la luz del sol. El velo del templo, el cual era una barrera en frente del lugar santísimo, se rasgó en dos partes.

Tres días después Dios honró a su Hijo al resucitarlo de entre los muertos, y más adelante lo llevó gloriosamente de vuelta a su hogar, a la vista de una gran multitud. Un tiempo después permitió que varias personas pudieran ver a Jesús en el cielo a la diestra de su Padre. Y cuando los discípulos oraban a Dios en el nombre de Jesús, Él contestaba sus oraciones y obraba milagros. Es indudable que todos los que creen en Dios, deben creer en su testimonio sobre su Hijo Jesús.

La relación del Hijo con sus seguidores

De la misma manera en que hay un mutuo reconocimiento entre el Padre y el Hijo, hay también un reconocimiento mutuo entre el Hijo de Dios y sus seguidores. Como resultado de este reconocimiento, tenemos una unión eterna con el Hijo de Dios.

Los seguidores reconocen al Hijo

Todos cuantos siguieron a Jesús cuando Él estuvo en el mundo, lo hicieron porque creían en Él. Reconocieron que Él era quien decía ser: el Hijo de Dios. Hicieron entonces pública manifestación de su fe en Él.

Por ejemplo Simón Pedro confesó a Jesús: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Y Juan 20:28 registra el reconocimiento de Jesús por parte de Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!”

¿Y qué diremos de los que siguen a Jesús en el día de hoy? ¿Cómo lo reconocemos? ¿Lo reconocemos por el hecho de hacernos miembros de una iglesia? ¿O por considerarnos ser cristianos? Para ser realmente seguidores del Señor Jesucristo debemos creer en Él, debemos reconocerlo como el Hijo de Dios y Salvador nuestro. ¿Cómo hacemos esto? Haciéndole entrega de nuestra vida, confiando en Él, y siguiéndole adonde Él nos conduzca.

Juan escribió su evangelio para demostrar que Jesús es el Hijo de Dios, para que nosotros, entonces, pudiéramos creer en Él y tener vida eterna. Juan, en sus epístolas, repite el mensaje de Dios en el sentido de que la única manera de obtener esta vida es por medio de su Hijo

Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre. (Juan 20:31)

Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. (1 Juan 5:11–12)

El Hijo reconoce a los seguidores

Mucho antes de que naciéramos, ya Jesús nos conocía. Antes de que el mundo estuviera constituido, Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, nos veían como integrantes del plan que tenían de la raza humana. Nos veían creados a la imagen de Dios, como Hijos de Dios, compartiendo su amor, gozando de las cosas buenas que Él prepararía para nosotros, viviendo con Él en un estado de dicha perfecta.

Pero Dios vio también otra cosa. Vio que la raza humana se apartaría de Él en un acto de rebelión, optando por la senda del pecado y de la muerte. Dios nos vio sufriendo los resultados del pecado en el mundo, y condenados a muerte eterna. Rebeldes e ingratos como éramos, Él nos amó con un amor perfecto. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo desarrollaron entonces un plan para nuestra salvación.

Aunque nosotros éramos aún pecadores, el Hijo de Dios nos escogió para ser sus seguidores. Vio nuestra culpabilidad y cargó sobre sí mismo la sentencia de muerte en lugar nuestro. “Tuvo presente nuestras debilidades, y nos dio su fortaleza. Él acepta a todos los que acuden a Él y los libera del poder del pecado.

Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad. (Efesios 1:4–5)

Los nombres que Jesús usaba para sus seguidores cuando estaba en la tierra, son demostrativos de su amor para todos los que le siguen. Se refiere a ellos como sus hijitos, hijos de Dios, luz del mundo, sal de la tierra, su esposa, sus testigos, los que Dios le ha dado, su manada pequeña, sus escogidos, su iglesia, sus hermanos, parte de Él como pámpanos de la vid.

¿Reconocemos a Jesús como nuestro Salvador y Señor? Si así es, entonces Él nos reconocerá como propiedad suya.

A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 10:32–33) Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos Hijos de Dios. (Juan 1:12)

El Hijo y sus seguidores están unidos por la eternidad.

Jesús quiere que estemos con Él porque nos ama, y sabe que nuestra vida, nuestra felicidad y nuestro futuro dependen por entero de nuestra unión con Él. Él nos da vida nueva para el cuerpo, el alma y el espíritu. En Él encontramos la verdadera felicidad, nos sentimos realizados, y contamos con su poder para vencer el mal. Todos aquellos que ahora andan con Él día tras día, vivirán con Él para siempre en el cielo. Juan el Bautista testificó de Jesús:

El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él. (Juan 3:35–36)

Jesús testificó más tarde: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).

Es tan íntima nuestra unión con Jesús, que todos los que creen en Él están en Cristo, y Él está en ellos. Jesús dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).

Pablo describe nuestra unión con Cristo como que somos miembros de su cuerpo. Jesús es la cabeza. Su iglesia es su cuerpo. Todos los derechos y privilegios del inmaculado Hijo de Dios, todas sus riquezas en gloría, todo el amor y la comunión existentes entre el Hijo y su Padre, llegan a ser
también nuestros como miembros que somos de su cuerpo. Pablo escribe:

Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia. (Colosenses 1:17–18)

Cristo en vosotros, la esperanza de gloria, a quien anunciamos, amonestando a todo hombre…a fin de presentarle perfecto en Cristo Jesús a todo hombre. (Colosenses 1:27–28)

Usted ha aprendido que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y por esto, podemos compartir de su vida divina cuando nos unimos a Él. Pero Jesús a la vez se hizo hombre. ¿Por qué hizo esto? Estudiaremos este tema en la siguiente lección.

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